domingo, 9 de febrero de 2014

Historia de fantasmas (ETA Hoffmann)


Mark Ryden, Ghost girl
Adelgunda era la más alegre y la más juvenil criatura que darse pueda. Se celebraba su catorce cumpleaños, y fueron invitadas una serie de compañeras suyas de juego. Estaban sentadas en un bello bosquecillo del jardín del palacio y bromeaban y se reían, ajenas a que iba oscureciendo cada vez más, a que las escondidas brisas de julio comenzaban a soplar y que se acababa la diversión. En la mágica penumbra del atardecer empezaron a bailar extrañas danzas, tratando de fingirse elfos y ágiles duendes: «Óiganme -gritó Adelgunda, cuando acabó por hacerse de noche en el boscaje-, óiganme, niñas, ahora voy a aparecerme como la mujer vestida de blanco, de la que nos ha contado tantas cosas el viejo jardinero que murió. Pero tienen que venir conmigo hasta el final del jardín, donde está el muro.» Nada más decir esto, se envolvió en su chal blanco y se deslizó ligerísima a través del follaje, y las niñas echaron a correr detrás de ella, riéndose y bromeando. Pero, apenas hubo llegado Adelgunda al arco medio caído se quedó petrificada y todos sus miembros paralizados. El reloj del palacio tocó las nueve: «¿No ven -exclamó Adelgunda con el tono apagado y cavernoso del mayor espanto-, no ven nada..., la figura... que está delante de mí? ¡Jesús! Extiende la mano hacia mí... ¿no la ven?»

Las niñas no veían lo más mínimo, pero todas se quedaron sobrecogidas por el miedo y el terror. Echaron a correr, hasta que una que parecía la más valiente saltó hacia Adelgunda y trató de cogerla en sus brazos. Pero en el mismo instante Adelgunda se desplomó como muerta. A los gritos despavoridos de las niñas, todos los del palacio salieron apresuradamente. Cogieron a Adelgunda y la metieron dentro. Despertó al fin de su desmayo y refirió temblando que, apenas entró bajo el arco, vio ante ella una figura aérea, envuelta como en niebla, que le alargaba la mano.

Como es natural, se atribuyó la aparición a la extraña confusión que produce la luz del anochecer. Adelgunda se recobró la misma noche, de tal modo, que no se temieron consecuencias algunas, y se dio el asunto por terminado. ¡Y, sin embargo, qué diferente fue! A la noche siguiente, apenas dieron las nueve campanadas, Adelgunda, presa de terror, en mitad de los amigos que la rodeaban, empezó a gritar: «¡Ahí está, ahí está! ¿No la ven? ¡Ahí está, enfrente de mí!»

Baste saber que desde aquella desgraciada noche, apenas sonaban las nueve, Adelgunda volvía a afirmar que la figura estaba delante de ella y permanecía algunos segundos, sin que nadie pudiese ver lo más mínimo, o por alguna sensación psíquica pudiese percibir la proximidad de un desconocido principio espiritual.


La pobre Adelgunda fue tenida por loca, y la familia se avergonzó, por un extraño absurdo, del estado de la hija, de la hermana. 

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