APARIENCIAS
El viaje se me estaba haciendo más largo de lo que esperaba, como
si fuesen mis últimos instantes de vida, algo impensable con mi edad,
veintitrés años y mi formidable salud, además de que en un tren corres poco
peligro. En mis manos sujetaba un testarudo libro llamado La religión de Jesús, con grandes reflexiones que a mí normalmente
me entusiasmaban mucho. Pero hoy no; hoy cabalgaba sobre las líneas de una
página sin concentrarme mucho y sin dar con el punto de estabilidad sobre la
lectura al que estoy acostumbrado. No me sentía bien. Por lo normal solía
desobedecer a mi instinto, ese que tantas veces te la juega, pero esta no era
una de esas veces. Me levanté de mi asiento y me dirigí a la puerta. Tenía que salir de allí. Bajo
las atentas miradas de los viajeros, que parecían lobos vigilando a su presa,
un hombre me preguntó que si me pasaba algo, mientras me sujetaba para que no
desfalleciera allí mismo; le respondí que me había mareado y quería salir de
allí y bajarme cuanto antes. Un impulso hizo que mi mano pulsara el botón de
abrir las puertas en caso de emergencia. Cuando las puertas se abrieron, caí al
vacío, y conmigo, el hombre que me prestó su ayuda. Nada más caer, el tren que
ya se dirigía a la parada sin nosotros, explotó. Desorientado y confuso por la
situación, mire a aquel amable hombre que, como yo o cualquier persona, no
supimos que hacer. No supimos que decir...o tal vez no queríamos decirlo.
La policía, para cuando quiso llegar, ya eran las nueve de la
noche. Yo, sentado en la ambulancia observaba la escena, los bomberos buscando
inútilmente supervivientes entre las chapas metálicas, un policía interrogando
a aquel hombre, de aspecto montañero, que saltó conmigo. Obviamente sospechaban
que tanto él como yo, debido a nuestra repentina huida, teníamos algo que ver
en tal oscuro asunto. “Ahora me toca a mí”, pensé. Intenté explicar, con un
puñado de tartamudas y poco convincentes palabras, lo que me sucedió, que no
supe por qué salté, y yo repetía y repetía. Mismo resultado. Misma pregunta:
“¿Por qué?”. Como medida frente a mi apabullante repertorio de respuestas:
“¡QUE NO LO SÉ!”, decidieron llevarnos a la comisaría. Era mejor que el
inspector se encargara de esto.
A diecinueve kilómetros se encontraba la comisaría, y el montañero
no dejaba de tiritar. Estaba en manga corta con este frío, por lo que yo le
dejé mi chaqueta. Durante el corto viaje, en mi cabeza se apelotonaban más y más
pensamientos basura que me mantenían con un mínimo de serenidad. Yo, un humilde
profesor de filosofía, tímido, con gafas y una pequeña mochila de Emidio Tucci,
con un par de billetes arrugados en la cartera, un ticket de metro recuerdo de
París, y en el móvil, un mensaje sin abrir de mi jefe, junto con otros veinte
de mi ex-novia. Pero detrás de estos pensamientos, cual filo de navaja,
penetraban los de hace hora y media: el silencio que reemplazó el lugar de
tantas vidas, las chapas ardiendo que caían al suelo formando pequeñas
hogueras…Un largo día, y todavía no había acabado.
Comisaría de “yo que sé que nombre”, piso “yo que sé cuál”, sala de
interrogatorios “no sé qué número”. Así me encontraba yo, perdido, perdido como
en la vida misma. Tal vez sea esto una especia de resumen de mi vida: gente que
entra y sale sin decir nada, mi refugio en libros...tantas bombas que he
recibido a modo de excusas, falsas esperanzas; y ahí en medio de todo ese caos,
el pobre “profe” de filo.
Nos interrogaron a los dos,
de uno en uno, sin prisas…con todo el tiempo del mundo. Yo, impaciente, veía
tras el cristal cómo interrogaban al montañero. Me cercioré de un bulto que él
llevaba bajo mi chaqueta bastante...sospechoso. ¿Cómo no se dieron los policías
cuenta de aquello? El caso es que el hombre estaba muy nervioso, grandes perlas
acuosas resbalaban por su frente, como huyendo del bullicio que se estaría
cometiendo en su cabeza. El policía, que se debió dar cuenta, salió de la sala
para traerle un vaso de agua, y ya de paso, hablar con su compañero. Le dije a
un agente si podía ir al baño, el agente asintió, pero me acompañó. Algo me
hizo pensar que, tal vez, aquel hombre fue…no, no puede ser, no sé cómo pude
pensar aquello, pero… ¿Por qué no? Aquel hombre pudo haber puesto la bomba en
algún lugar del tren, y, aprovechando que me encontraba mal y cerca de la
puerta, pudo haber pulsado el botón de emergencia, y yo, viendo el estado en el
que me encontraba, pude creer que yo mismo lo accioné. No, es imposible, será
mejor no seguir pensando en que ese hombre puso una… Y el tiempo se paró. Sólo
oí un leve pitido en el oído, y entremedias, una explosión. El policía se
levantó enseguida y se fue corriendo al lugar del suceso. Y sí, el policía se
dirigía a la sala de interrogatorios del montañero.
Veinte minutos después, estaba tomando un café al lado de un
policía, que me explicó lo sucedido. En efecto, aquel hombre fue el causante de
ambas explosiones, incluyendo su suicidio en esta última que se accionó
mediante una llamada de teléfono móvil. El bulto bajo la chaqueta, debía de
llevarla pegada al cuerpo. El policía me acompañó hasta la salida y me
agradeció mi paciencia. Entonces recordé que me esperaban en otra parte, en
algún otro sitio del mundo; o eso me gustaba pensar. Pasé de ser el centro de
atención de decenas de personas a ser su “cero a la izquierda”. Ahora yo, desde
mi sofá, escribiendo esto, pienso en que podría haber sido yo el terrorista
perfectamente. Podría haberme inventado lo de el mareo, lo de mi profesión; no
sé, ¡soy buen actor!. No hombre no, no piensen eso de mí. Me sentía muy ligero,
no por lo de que te dejen salir de la comisaría como si nada y eso; ligero
físicamente, ¡que mi mochila no estaba! Me la dejé en el baño cuando me
acompañó el policía, ¡qué despiste!. Pero la verdad es que no me importó mucho,
saqué el móvil de mi pantalón y llamé a un número que conocía muy bien. Y tras
dos pitidos, el pitido final, el pitido que vino de sesenta metros a mi
espalda, el pitido que soltó una gran cantidad de escombros a su alrededor, el
pitido que ya nadie esperaba. Cogí el primer taxi que pude y me marché de allí.
Me recosté en el asiento de atrás, estaba cansadillo. Pues parece que realmente
sí, ¿no? Era yo, pero no me gusta mucho ponerme medallas, los policías hicieron
muy bien su trabajo y es que... ¿Quién sospecharía del “profe” de filo?
Francisco Monzón
1º Bachillerato B
No hay comentarios:
Publicar un comentario