Era la primera noche que viajaba
sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura
agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después
del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y
con una sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia y los grupos que
estaban aguardando el expreso y a los que llegábamos con tres horas de retraso.
El olor especial, el gran rumor de
la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que
envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una
ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida.
Empecé a seguir –una gota entre la
corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la
salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado –porque estaba casi lleno de
libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa
expectación.
Un aire marino, pesado y fresco,
entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa
de casas dormidas; de establecimientos cerrados; de faroles como centinelas
borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el
cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas
misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar.
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