Mark Ryden, Ghost girl |
Adelgunda
era la más alegre y la más juvenil criatura que darse pueda. Se celebraba su
catorce cumpleaños, y fueron invitadas una serie de compañeras suyas de juego.
Estaban sentadas en un bello bosquecillo del jardín del palacio y bromeaban y
se reían, ajenas a que iba oscureciendo cada vez más, a que las escondidas
brisas de julio comenzaban a soplar y que se acababa la diversión. En la mágica
penumbra del atardecer empezaron a bailar extrañas danzas, tratando de fingirse
elfos y ágiles duendes: «Óiganme -gritó Adelgunda, cuando acabó por hacerse de
noche en el boscaje-, óiganme, niñas, ahora voy a aparecerme como la mujer
vestida de blanco, de la que nos ha contado tantas cosas el viejo jardinero que
murió. Pero tienen que venir conmigo hasta el final del jardín, donde está el
muro.» Nada más decir esto, se envolvió en su chal blanco y se deslizó
ligerísima a través del follaje, y las niñas echaron a correr detrás de ella,
riéndose y bromeando. Pero, apenas hubo llegado Adelgunda al arco medio caído
se quedó petrificada y todos sus miembros paralizados. El reloj del palacio
tocó las nueve: «¿No ven -exclamó Adelgunda con el tono apagado y cavernoso del
mayor espanto-, no ven nada..., la figura... que está delante de mí? ¡Jesús!
Extiende la mano hacia mí... ¿no la ven?»
Las
niñas no veían lo más mínimo, pero todas se quedaron sobrecogidas por el miedo
y el terror. Echaron a correr, hasta que una que parecía la más valiente saltó
hacia Adelgunda y trató de cogerla en sus brazos. Pero en el mismo instante
Adelgunda se desplomó como muerta. A los gritos despavoridos de las niñas,
todos los del palacio salieron apresuradamente. Cogieron a Adelgunda y la
metieron dentro. Despertó al fin de su desmayo y refirió temblando que, apenas
entró bajo el arco, vio ante ella una figura aérea, envuelta como en niebla,
que le alargaba la mano.
Como
es natural, se atribuyó la aparición a la extraña confusión que produce la luz
del anochecer. Adelgunda se recobró la misma noche, de tal modo, que no se
temieron consecuencias algunas, y se dio el asunto por terminado. ¡Y, sin
embargo, qué diferente fue! A la noche siguiente, apenas dieron las nueve
campanadas, Adelgunda, presa de terror, en mitad de los amigos que la rodeaban,
empezó a gritar: «¡Ahí está, ahí está! ¿No la ven? ¡Ahí está, enfrente de mí!»
Baste
saber que desde aquella desgraciada noche, apenas sonaban las nueve, Adelgunda
volvía a afirmar que la figura estaba delante de ella y permanecía algunos
segundos, sin que nadie pudiese ver lo más mínimo, o por alguna sensación
psíquica pudiese percibir la proximidad de un desconocido principio espiritual.
La
pobre Adelgunda fue tenida por loca, y la familia se avergonzó, por un extraño
absurdo, del estado de la hija, de la hermana.
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